Tuesday, September 11, 2012

La actitud ética después de la Edad Media


Abstract:
En el presente ensayo se presenta un breve esbozo de la ética como un humanismo a partir del renacimiento. Al final se concluye que los códigos éticos no son definitivos y están en continuo cambio hacia mejor.

Contenido:

La escolástica medieval, confusión de conceptos.

Hacia el final de la Edad Media, los problemas éticos estaban estrechamente emparentados con la religiosidad y con las tradiciones judeocristiana y grecorromana. Prácticamente no se podía hacer distinción entre lo que era propiamente “moral” y lo que era “santo”. La moralidad se basaba en el supuesto de la existencia de un mandato divino y trascendente a los individuos.
 
Sin embargo esta confusión de conceptos no se debía al sincretismo propio de las primeras civilizaciones, puesto que los productos culturales humanos ya estaban plenamente diferenciados en este momento (algunos como las ciencias particulares todavía no). No, esta confusión obedecía a una amalgama artificiosa por parte de los Primeros Padres (la patrística) y desarrollada posteriormente por la Escolástica. A pesar de que se le debe mucho a los pensadores del medioevo, debemos decir que uno de sus mayores defectos fue el de no racionalizar la moralidad, o al menos no en el sentido científico y positivista que quisiéramos. Por muchas reflexiones y razonamientos que se hayan hecho durante esta época siempre contaron con el sesgo de la “revelación” cristiana que les impidió captar adecuadamente el problema de la moralidad. En realidad es un sesgo permanente que se sigue dando a día de hoy.

Pero ocurrió que durante el fin de la Edad Media se suceden una serie de eventos y aparecen ciertos pensadores que dan al traste con la visión religiosa y teocentrista de la moralidad. Conviene destacar tres eventos que desarrollaron al humanismo como forma de reflexión ética. Estos tres eventos están enumerados por Manuel García Morente en sus Lecciones preliminares de filosofía y son, a saber: el arribo de la imprenta y por lo tanto de la difusión de nuevas ideas más allá de los monopolios clericales, que desembocan en la fractura de la fe católica y el surgimiento de las sectas protestantes; los nuevos descubrimientos científicos que rompen con la cosmovisión promovida por la escolástica y que tenía como punto de partida la física aristotélica; y el descubrimiento de un nuevo continente con otras culturas que obligan al hombre europeo a darse cuenta que existen distintas visiones del mundo más allá de las eurocentristas. 

La imprenta, arribando justo a tiempo.

Cambió pues, el paradigma católico. Puesto que se pone en duda por primera vez la existencia de un poder superior único, y un tribunal divino, los hombres poco a poco se dan cuenta de la importancia del hombre mismo como individuo en la conformación de sus actitudes, y entre ellas, de sus actitudes morales. Esto constituye un avance importantísimo por parte de los humanistas del Renacimiento europeo. Creo que la moralidad no puede proceder de ninguna manera de un ente ajeno al agente que realiza los actos. La moralidad no es un código impuesto; si se diera ese caso, en el cual las actitudes se dan en función de una serie de reglas dadas, una moral así entraría en conflicto con la definición misma de la moralidad (al menos eso pensamos los hombres actuales después de mucho tiempo de reflexiones).

Entonces, a partir del Renacimiento se hace hincapié en que la moralidad responde más bien al razonamiento y reflexiones del ser humano como individuo, que el hombre mismo entienda que es lo bueno y que es lo malo en función de su experiencia individual.

Hacia la mitad del siglo XVII aparece Thomas Hobbes, filósofo inglés que escribe uno de los libros más duros, radicales y fríos hasta entonces escritos: El Leviathán (un libro que por cierto, a mis 26 años no encuentro en una edición en español).

La frase más reconocida y que resume el pensamiento de Hobbes es la siguiente: “el hombre es el lobo del hombre”. Para Hobbes, el hombre es un ser ruin y malvado por naturaleza, que sólo va en busca de su provecho personal, trata de hacer el mal a los demás y el bien únicamente a sí mismo. 

Hobbes, de ideas escalofriantes, pero no por ello falsas.

Ciertamente no existen razones para creer que estuviera equivocado, y que en realidad el hombre es una bestia no muy diferente de los demás animales. Los códigos morales son y deben ser aprendidos, razonado y reflexionados. No son innatos, al menos no en el sentido que los racionalistas creen.  Tampoco son trascendentes a los hombres, no tienen existencia “en sí” como los kantianos pretenden y mucho menos tienen origen divino como hasta el fin de la Edad Media se quería. Es así que el hombre, para evitar destruirse a sí mismo destruyendo a los demás, debe crear un contrato social, una serie de reglas, penalizaciones y jerarquías que provean a los humanos de un cierto grado de seguridad para poder vivir procurando cada quien sus intereses respectivos siempre subordinándose a un poder central encargado de procurar la paz a la fuerza (haciendo uso del monopolio legal de la violencia, característica del Estado descrita por Max Weber).

El pensamiento Hobbesiano constituye un importante avance que nos encamina a pensar que es el hombre mismo y no “el mandato divino” el creador de los códigos morales y de la moralidad como un ente en sí. Pero Hobbes omite un detalle que es abordado y desarrollado tanto por los empiristas ingleses como Locke y Hume, pero más profundamente por el alemán Emmanuel Kant y es, a saber el asunto de la libertad o libre albedrío.

Para que podamos considerar un acto cualquiera como completamente moral, debemos antes que nada ser capaces de hacernos responsables por nuestro propios actos, de razonar y ponderar cada cosa que hagamos, que definamos por nosotros mismos que es lo bueno y que es lo mano en razón de nuestras actividades individuales. Es este un importante aporte. La falla de Kant es conceder a la moralidad una realidad metafísica, una realidad en sí distinta a la de los fenómenos.

Para el siglo XIX los filósofos europeos sufren una especie de desencanto por los paradigmas existentes en todos los campos del saber humanos, incluyendo los de las actitudes éticas. Marx, Nietzche, Kierkegaard, entre otros no encuentran sentido a las actitudes morales. En algún momento de mi vida (mi adolescencia tardía y los primeros años de mi vida adulta) estuve acuerdo con el pensamiento Nietzcheano de que la moral es únicamente una “moral del rebaño” que existe únicamente con el fin de proteger a los débiles.

Nietzche decía que el hombre debe hacer caso omiso de esta moralidad y simplemente deberse a sí mismo, hacer todo lo que quiera con el objeto de perseguir sus metas y llegar a convertirse en el “superhombre”. Mi opinión actual es que esta es una postura sumamente individualista que se salta las reglas del juego (el contrato social) y que por lo tanto invalida todos los logros que un hombre que se comportara así lograría. Sería un estado de pragmatismo puro, de ambición ciega y de inconciencia. Lamentablente ese estado pragmático es el que vemos actualmente como bandera de comportamiento del mexicano (¿y del hombre en general?) actual.

Tan opuestos uno del otro, pero todos los cultosos los aman (¿amamos?)

El comportarse de acuerdo a una moral personal es por lo tanto, inadecuado. La moral se basa en la cooperación, en la adecuación de los fines personales a los fines colectivos. Estoy de acuerdo con los utilitaristas y su frase “el bien para el mayor número”, pero hasta ahí. Los utilitaristas también llegan a extremos como el que comenta C.L. Ten en su ensayo “Crimen y Castigo” (y que ya comenté en un post anterior). Todavía falta mucho que aprender respecto a la moralidad. Todavía falta la última palabra, la Moral Definitiva no existe aun. Sin embargo, desde el fin de la Edad Media a la actualidad hemos logrado un importante avance. 

Monday, August 27, 2012

Comentario a Crimen y Castigo, de C.L. Ten.




Desde que el hombre se organizó en grupos fue necesario establecer una serie de reglas, intrínsecas y extrínsecas para lograr una convivencia exitosa. Las primitivas organizaciones urbanas de la antigüedad ya contaban con códigos penales que castigaban los distintos tipos de infracciones que podían cometer los integrantes de esas sociedades. El código de Hammurabi es uno de los ejemplos más famosos.

El castigo es definido por C.L. Ten como “una privación…despojar a los culpables de lo que valoran: de su libertad, o bien, cuando es una sanción económica, de su dinero”[1]

Un castigo pues es algo nocivo para el agente al cual se le impone; sin embargo, el castigo se da en función de alguna falta a los códigos legales del individuo o la sociedad que los impone. Es decir, un castigo (en teoría) se da a manera de retribución para corregir o reponer un mal.

Existe sin embargo una teoría utilitaria del castigo que no ve la pena del agente como algo bueno o malo en sí mismo sino en función de la utilidad que acarreará el imponerlo. Si el agente castigado es privado de su libertad (por ejemplo)  esto conllevará a que no vuelva a hacer el mal. Igualmente el castigo se convierte en ejemplar al disuadir a los demás a que no se expongan a realizar la falta que el primero cometa. 

 

Esta teoría es fácilmente criticable. En el texto de Ten se menciona que los utilitaristas podrían castigar a un inocente si con ello logran la resolución de un conflicto de tipo racial o religioso, es decir, un conflicto de intolerancia. Esto no es aceptable en ninguno de los sentidos. Aun cuando se evitara un mal mayor al causado, los utilitaristas harían un mal. No podemos atenernos al dicho maquiavélico “el fin justifica los medios”. En ningún momento se debe hacer un mal pequeño con el fin de evitar un mal mayor. Se infringen todos los códigos deontológicos existentes a la fecha.

Si hacemos caso al imperativo categórico de Kant (en el cual yo baso muchas de mis acciones aun de manera irreflexiva, como una conciencia) no podríamos crear un culpable de la nada, porque no actuaríamos en función de una ley universal. El hecho de un castigo a un inocente no es algo que podríamos querer que fuera un acto moral y bueno. El utilitarismo falla aquí grandemente.

La teoría retributiva, que defiende que un agente que ha hecho el mal voluntariamente a otro debe sufrir un castigo en justa proporción al mal infringido también adolece de algunas fallas, aunque no tan grandes como las de los utilitarista.

En primer lugar se atienen al “ojo por ojo”  de los antiguos. Hacer el mal simplemente por venganza tampoco es una actitud idealizable como ley moral. El castigo, en efecto debe tener la orientación de retribuir un mal hecho por un agente, pero también y principalmente debe proteger a los individuos integrantes de la sociedad y a la sociedad misma.

Ten afirma (y yo estoy de acuerdo) que el ideal en una sociedad es el justo medio en el cual se castigue a los malhechores en proporción al daño causado y que además se proteja a la sociedad y se promueva la inhibición del delito.

México, sin embargo, dista mucho de encontrarse en esa situación ideal. Pareciera que los códigos de justicia del país están diseñados sin ninguna consideración a las posiciones utilitaristas. Lo único que pretenden es hacer daño al malhechor. Los códigos de justicia mexicanos son vengativo. Y lo son aun más en la medida que los que los aplican tienen el monopolio de la violencia legal y la ejercen con total discreción. Somos un país muy atrasado en ese aspecto, y al parecer no se ve que haya una solución en el corto-mediano plazo.


[1] C.L. Ten “Crimen y Castigo” en Singer, Peter, “Compendio de ética” Alianza Editorial, 2004


Saturday, August 18, 2012

El Naranjo o los círculos del tiempo.




La creación literaria como  forma de completar y complementar a la historia.  Esa es la premisa con la cual crea Carlos Fuentes su libro de cuentos El Naranjo o los círculos del tiempo. Cinco historias en apariencia sin relación entre ellas, teniendo como único eje  de cohesión la omnipresencia de l árbol oriental que da nombre  a la antología.
Fuentes (como muchos de nosotros) tiene como una de sus principales preocupaciones  personales al problema del tiempo,  esa condición de la existencia en la cual vivimos inmersos, que en  nuestras vidas percibimos como algo lineal, progresivo e irreversible. Algo que igualmente parece que existe fuera de nosotros y que es sumamente difícil de definir.
Los grandes hombres han explicado al tiempo  como la sucesión, como el tránsito de un lugar a otro o de una cantidad a otra. Lo que define al tiempo es el cambio. Lo que antes era ya no lo es más y cuando esto sucede decimos que ha transcurrido el tiempo. El ser que permanece inmóvil, es un ser por el cual el tiempo no pasa.
Si sucediera que nosotros los hombres pudiéramos experimentar el tiempo sin fin, que fuéramos inmortales y presenciáramos y viviéramos evento tras evento hasta la eternidad,, es decir, que se nos concediera la eternidad, el tiempo mismo dejaría de preocuparnos, dejaríamos de darle la importancia que actualmente le damos.
En el relato El Inmortal, Jorge Luis Borges relata como un centurión romano, en compañía de una comitiva va en búsqueda de la fuente de la eterna juventud, que provee de inmortalidad a quien bebe de sus aguas. Los soldados romanos, ambiciosos, creen ver (como en realidad todos nosotros)  en la no –muerte una bendición, un instrumento de superioridad.  Al final  solo uno sobrevive y se encuentra con una ciudad de salvajes, que se revuelcan en el lodo, que son incapaces de  articular palabra alguna. El centurión bebe de las aguas  y descubre que esos salvajes son los inmortales.  Con terror se da cuenta que la inmortalidad es en realidad una maldición.
Pero sucede que  los  hombres somos efímeros, y que se nos ha dado la conciencia de que tenemos el tiempo contado, que en cualquier momento podemos dejar de percibirlo y con ello, dejar de existir.  Nace dentro de nosotros la angustia de que cualquier momento en nuestras vidas puede ser el últimos.
El tiempo (nuestro tiempo) también nos define. Puesto que no somos  los mismos siempre, pues en ese caso el tiempo no existiría en nosotros, somos cambio, devenir. Se hace necesario que podamos explicarnos, que podamos identificarnos nosotros mismos, que nos podamos diferenciar de lo demás y de los demás. Luego, nosotros nos identificamos, nos realizamos en nuestro pasado, puesto que nosotros como existentes somos la suma de todos nuestros actos pasados. El pasado nos define, nuestra historia nos define.
Igualmente la historia de nuestros pueblos, de nuestras sociedades nos explican.  El pasado de nuestras naciones  son nuestro pasado.  Pero somos incapaces de aprehender directamente el pasado. Es imposible que vivamos el pasado, somos seres atrapados en un presente eterno. Como Fuentes dijera, nuestro pasado es recuerdo y nuestro futuro es  proyecto. Sin embargo, Carlos Fuentes dio un paso más allá. El pretendió que puesto que no podemos aprehender el pasado directamente sino únicamente en meros recuerdos, y que estos se diluyen y deforman con el tiempo, era necesario reimaginar, reinventar nuestro pasado. Según él,  inventar el pasado es la mejor manera de reconocernos, de construir nuestra identidad.
Y así lo hace en el Naranjo. Valiéndose de cuatro eventos puntuales y decisivos en la historia de los pueblos que hablan castellano y de una historia completamente imaginada, Fuentes hace una referencia constante a la circularidad del tiempo, al tiempo cíclico.  Inventa y a la vez recrea las historias. Realidad y poesía se funden, como bien lo expresara el doctor Sergio Armendáriz a lo largo del curso. 
Tengo un miedo terrible al tiempo, lo considero mi enemigo. Su calidad de irreversible es algo que aterra a cualquiera, uno debe medir bien sus actos, no vaya a equivocarlos. El hecho de que nuestro tiempo sea finito también obliga a apretar el paso, a hacer todo lo que sea posible haceer. No hay tiempo para descansar pues un día habremos de dejar de ser.

Tuesday, August 14, 2012

El absurdo de una actitud ética objetiva.



Abstract.

  En el presente ensayo se hace una crítica a la ética tradicional representada por dos posiciones distintas aunque emparentadas: la moral sustentada por la religiosidad y la moral racional y objetiva de la filosofía occidental. Al final se ofrece una crítica a estas dos posturas y la presentación del marxismo como alternativa a los códigos morales imperantes en las sociedades actuales. 

Contenido.




El comportamiento humano es uno de los fenómenos más difíciles de teorizar y generalizar en leyes unívocas.  Tratamos todos como individuos antes que nada procurar nuestro bien (inmediato en mayor medida) y el de los nuestros,  es decir, de todas aquellas personas allegadas a nosotros y por las que sentimos un cierto grado de afecto (aunque en realidad me siento imposibilitado de universalizar las líneas anteriores, reforzando con ello las mismas, ya que dependen de mi experiencia personal y de nada más).

Desde que somos niños se nos alecciona con una serie de reglas de comportamientos y se nos comienza a instruir sobre los conceptos del bien y el mal.  Esto se hace naturalmente en hogares donde los padres y maestros tienen un cierto grado de instrucción, pues en ciertos lugares donde los niños viven en ambientes de desatención asociados a la falta de ingresos y por lo tanto de educación esto no sucederá así.  Para J.S. Mill, filósofo utilitarista, lo que se enseña a los niños “la moralidad del sentido común, que todos aprendemos en la infancia, representa la sabiduría acumulada de la humanidad acerca de las consecuencias deseables e indeseables de las acciones”[1]

Siguiendo a los filósofos empiristas ingleses del siglo XVIII, al menos en su epistemología que no en sus teorías sobre la moralidad, estamos de acuerdo en que la conducta humana es necesariamente aprendida, jamás innata, por lo que el ambiente en el que el individuo se desenvuelve necesariamente influirá en su carácter, en el cual incluimos las concepciones que éste tenga respecto al bien y el mal.

El hecho de que admitamos que la conducta moral es necesariamente aprendida implica que debemos desechar ideas como la existencia de una metaética, una moral ajena al individuo, es decir unas leyes naturales, ontológicas o de origen divino externas al mismo (más adelante nos referiremos a la ética desde la incipiente teoría biológica, que provee argumentos interesantes a favor de una moralidad biológica). Así que coincidimos con Sócrates y Platón, al afirmar que el conocimiento y el bien son conceptos equivalentes (no de manera rigurosa tal como ellos lo concebían, sino concediendo que el conocimiento del bien es anterior al bienactuar). Sin embargo, nos separamos más de Platón en su concepción ontológica de la idea del bien supremo, que imaginaba como una entidad realmente existente en un plano de existencia ajeno a este mundo “mundano”. En la actualidad, casi cualquier filósofo descarta la idea de la existencia real de los “eidos” platónicos (aunque algunos pensadores como Frege desarrollan un platonismo muy interesante y convincente, pero que no detallaremos aquí por estar más orientados a la filosofía de las matemáticas y del lenguaje que a la filosofía moral práctica, y además, en realidad también se aleja de Platón en muchos aspectos).

Desde el surgimiento de las primitivas sociedades humanas, se buscó racionalizar y justificar las acciones de los individuos para que convivieran armónica y exitosamente con sus similares. Sin embargo, esta justificación y diferenciación de las actitudes buenas y malas, estaban enmarcadas dentro del sincretismo en el cual se hallaban imbuidas las primeras sociedades. Me refiero a que en el inicio de la civilización, los productos culturales, tales como el lenguaje, la ciencia, las artes, la religión y demás, no se encontraban diferenciados, puesto que la actividad humana no estaba especializada. La moralidad como producto humano estaba pues inmersa en ese sincretismo. Es así que las primeros códigos morales estaban justificados por las creencias religiosas de cada pueblo (y viceversa, pues recordemos que no había todavía diferenciación alguna entre religión y moralidad). Con el tiempo, primero con los griegos y más adelante por pensadores humanistas modernos, a partir de Tomás Moro, Campanella, Okham y Hobbes se comenzaron a emancipar los códigos éticos de las concepciones religiosas para centrarse más en el individuo. 

Como hacen por separado los positivistas y los marxistas de la actualidad, debemos desechar los argumentos tanto divinos como ontológico-metafísicos de la moralidad, puesto que no están fundados en datos que sean susceptibles de comprobarse empíricamente. Es así que justificar el bien en el “mandato de Dios” de la patrística medieval o en el “imperativo categórico” kantiano es tomar vías rápidas (y equivocadas) de la justificación de nuestras acciones. En el primer caso se presupone la existencia de un ser (puede ser el Dios tradicional cristiano, el demiurgo platónico o el primer motor aristotélico) del cual depende que una acción individual cualquiera sea buena o mala. Como hasta el momento no hay pruebas concluyentes de que tal ser exista no podemos tomar en serio todos los razonamientos que van por ese camino.

Otra crítica que podemos hacer a las concepciones religiosas y teológicas de la moralidad es que como Jonathan Berg informa “la única razón  para comportarse moralmente es la de que Dios recompensa el bien y castiga el mal”[2] Si admitimos tal afirmación como verdadera (y aquí estamos suponiendo muy holgadamente tanto la existencia de Dios como la razón del comportamiento moral,) la moralidad pierde su sentido en tanto cuanto no actuamos bien o mal más que únicamente con la finalidad de aspirar a una recompensa y evitar el castigo. Continuando con Berg: “esta tesis sería que los seres humanos, en razón de un hecho triste, pero simple, no están motivados para abstenerse de hacer el mal y para hacer el bien a menos que teman la ira de Dios y pretendan su favor”[3]. Una concepción así de la conducta ética es por completo irracional, y por tanto, los que pensaran así serían incapaces de reflexionar sobre su actuar, limitándose a seguir las reglas de sus respectivas creencias. Así sucede con los fanáticos religiosos, sean del credo que sean, baste el ejemplo en mi quehacer profesional en el periódico en el cual trabajo de las personas que dicen que actúan bien al solicitar la publicación de una oración ya sea a San Judas Tadeo o a la santa muerte esperando obtener el favor de la deidad en cuestión a la que la tributan. Un mínimo de reflexión nos lleva a pensar que en realidad no hay nada de bueno en tales actitudes. Un caso digno de estudiarse detenidamente. 

En el segundo caso, el de admitir argumentos ontológicos o metafísicos para justificar la actitud moral es mas difícil rebatir las posiciones que pudieran aparecer el cual se reduce a dos posturas encontradas (no vamos a mencionar casos como subjetivismo o intuicionismo, ya que estos se pueden reducir todavía a las dos posiciones que a continuación describiremos). La primera posición es conocida como “Realismo” y es la que asume que existe una moralidad objetiva, un conjunto de leyes generales acerca de lo que es actuar bien y moralmente, que existen más allá de los casos particulares. Como lo explica Michael Smith “…entre los diversos hechos que existen en el mundo, no sólo hay hechos sobre las consecuencias de nuestros actos sobre el bienestar de nuestros familiares y amigos, sino también hechos característicamente morales: hechos sobre la rectitud y la no rectitud de nuestros actos que tienen estas consecuencias.”[4]


Una posición afín al realismo en sus rasgos generales es la de la teoría ética que desarrolla Kant. Este filósofo en su Crítica de la razón pura lo primero que hace es separar al conocimiento científico del conocimiento metafísico, dándole al primero el carácter de fenoménico y único posibilitado para estudiar los hechos empíricos. El conocimiento metafísico, siendo ajeno a la experiencia, tendrá para Kant un carácter nouménico y será la fuente de otro tipo de conocimientos, con caracteres morales. Es así que el conocimiento de las cosas morales es el conocimiento de los nóumenos, es decir de las cosas existentes por sí mismas. La actitud moral implica un conocimiento moral y el conocimiento moral implica una reflexión, un uso continuo de la razón.  Para Kant, la moral depende en gran medida del libre albedrío del sujeto, de su capacidad de elegir libremente su curso de acción. Como explica Onora O’neill acerca de Kant “tenemos y no podemos prescindir de una concepción de nosotros mismos como agentes y seres morales, lo cual sólo tiene sentido  sobre la suposición de que tenemos una voluntad libre”[5]

La idea central del pensamiento kantiano se reduce a la idea del imperativo categórico: “obra sólo según la máxima que al mismo tiempo puedas querer se convierta en ley universal”.[6] De esta manera se conserva la libertad del individuo al estar implicada su libertad de acción a la vez que se considera que el actuar bien obedece a una especie de ley objetiva de la moral, trascendente a los sujetos.

Todo este complejo razonamiento en apariencia sólido se deshace con unas cuantos razonamientos tanto positivistas como marxistas. El aporte de los primeros es el de despojar a la metafísica (y por lo tanto a todos los sistemas filosóficos desde los presocráticos hasta los modernos del siglo XIX) de toda validez como conocimiento. La ciencia positiva no puede mezclarse con reflexiones y silogismos que no llevan a ningún lado y que no producen conocimientos capaces de ser comprobados.

En cuanto a Marx, logró llamar la atención sobre ciertos productos culturales que no tenían ningún tipo de justificación más que para servir como mecanismos de control por parte de las clases dominantes de toda organización social. Entre esos productos incluyó a la moralidad.

Para Marx, los códigos morales sirven únicamente a los intereses que mantienen el control sobre los medios de producción y sirven para contaminar los razonamientos de las personas con la ideología dominante. Una ideología es un conjunto de creencias, concepciones y juicios acerca del mundo.

Para los marxistas esto sucede incluso de manera inconsciente y hay algunos que en verdad actúan con la creencia de que actúan bien por que son libres, cuando en realidad no lo son.  A final de cuentas, en el idílico caso en el que por fin se logre la emancipación humana a la cual aspiraba Marx, la moralidad como producto humano ya no tendría razón de ser, pues el individuo se encontraría en plenitud de facultades para decidir sus acciones racionalmente y por lo tanto, incapaz de cometer errores o hacer cualquier tipo de daño a sus congéneres. Estamos hablando a fin de cuentas de esa Edad de Oro en la que se proclamará “el fin de las ideologías” y la libertad e igualdad de todos los hombres a partes iguales.


[1] Schneewind, I.B. “La filosofía moral moderna” en Singer, Peter, “Compendio de ética” Alianza Editorial, 2004, p.p. 224
[2] Berg, Jonathan “¿Cómo puede depender la ética de la religión?” En Idem. p.p. 707
[3] Ibid. p.p. 708
[4] Smith, Michael “El realismo” en Singer, Peter “Compendio de ética” Alianza Editorial p.p. 542
[5] O’Neil, Onora “La ética kantiana” en Idem p.p. 254
[6] Ibid. p.p. 255
 

Monday, April 25, 2011

El principio de identidad en la historia de las ideas. Parte IV (Siglos XIX y XX)

Bergson, pensador vitalista, casi irracionalista.

La visión dialéctica del mundo, desarrollada hace más de dos mil quinientos años por Heráclito, es recogida y revisada por Henri Bergson comenzando el siglo XX.

En ese momento en el tiempo y lugar (Europa) se aparece como cosmovisión dominante el positivismo de Auguste Comte. Este sistema está ampliamente influenciado por el éxito de las ciencias exactas y naturales v.g. la Revolución Industrial, la teoría del origen de las especies de Darwin y el nacimiento de la sociología y la psicología como ciencias independientes a la filosofía.

El positivismo aboga por las ciencias descriptivas, que tratan a sus objetos de estudio como entes estáticos, y por lo tanto, con las propiedades dadas en su momento por Parménides. Regresando a este punto, vemos que las propiedades que fueron dadas por Parménides al ser, son las mismas que posteriormente Platón aplica al mundo de las Ideas, un lugar donde existen las cosas que son y tal como son, mientras que el mundo de los sentidos (phainomenos) es meramente un fantasma del primero, en el cual las cosas son solamente tal como se nos aparecen, una imagen de las ideas inmutables de Parménides.

Es así que hasta el siglo XIX tenemos dos posturas contrarias (positivismo e idealismo metafísico) que sin embargo tienen ese corolario en común de ver las cosas, los seres como entes que no cambian ni en el tiempo ni en el espacio y sí lo hacen es solo de manera cuantitativa, es decir que sus cambios pueden ser medidos, como el cambio de posición, de temperatura, de
tamaño, etcétera.

A mediados del siglo XIX, y fuertemente influidos por el idealismo de Friedrich Hegel, surgen dos pensadores alemanes con una teoría que ve en el cambio la verdadera realidad y retoma los conceptos ya antiguos de Heráclito y los más modernos de los enciclopedistas franceses. Me refiero a Karl Marx y a Federico Engels.

A pesar de que el cambio ya había sido expuesto como lo real anteriormente, nunca ésta idea había sido tan ampliamente desarrollada como con ellos. Fundadores de una nueva corriente filosófica (el materialismo dialéctico) causaron un gran impacto en la Historia de las Ideas Occidental. Su aportación tuvo aplicaciones en economía, política, ciencias naturales y sociales y también en el asunto que nos interesa aquí, la cuestión de la identidad.

Comte le dio a la ciencia un aura de cuasirreligiosidad.

Thursday, April 21, 2011

El principio de identidad en la historia de las ideas. Parte III (Heráclito y Parménides)

Parménides, el primer lógico.


El ser humano un día descubre que no sabe quién es, y como tal carece de identidad. Lo humano no se encuentra definido estáticamente, de manera que no haya quien diga “esto es humano” o “lo humano es aquello”. Respecto a esto, concuerdo con Henri Bergson, filósofo y escritor francés del siglo pasado ganador del premio Nobel de literatura, que en situaciones que son ajenas a la matemática y las ciencias exactas derivadas como la física y la química, cuyos objetos de estudio son cuantificables y por lo tanto de alguna manera éstaticos, por el contrario definir un objeto perteneciente a las ciencias humanas y sociales es equivalente a estatizarlo, y por ende, a deformarlo, a despojarlo de sus cualidades que incluyen el devenir y el cambio. Bergson puede ser considerado como un moderno Heráclito.

De la afirmación anterior ya se han hecho estudios previos, uno de ellos es el de Manuel García Morente, quien en su estudio titulado La filosofía de Bergson nos introduce en las similitudes del
pensador moderno con las del clásico.

Tanto Heráclito como Parménides son relativamente contemporáneos, y el pensamiento de uno no puede ser entendido si no está contrapuesto con el del otro. Como ya mencioné en la entrada anterior, Parménides es quien descubre el principio de identidad, y con esto nace la ciencia formal de la lógica y también la ciencia filosófica de la ontología o metafísica.

Parménides lo que trata de hacer es de descubrir el arjé, el principio de todas las cosas, la razón de ser de todas ellas, lo que constituye el ser. (A título personal añadiré que su búsqueda es una con la mía, con la única diferencia que el busca la respuesta fuera de sí mismo y yo hago lo contrario buscando primero qué es lo que constituye mi ser, más a la manera de los vitalistas y los exitencialistas). Este filósofo generaliza al máximo la cuestión del ser, no aplicando la respuesta a las cosas como una pluralidad de objetos, sino en su totalidad, como un todo. El ser, el todo, el objeto de mayor extensión y mínima comprensión. Para Parménides este ser total es único,eterno, infinito e inmutable.

Unico, pues si hubiera más de uno, habría un espacio de no-ser entre varios seres, y eso no es posible porque el no-ser no existe; eterno, pues si tuviera un principio o un final, habría no-ser en esos momentos en los que el ser no está, y eso tampoco es posible, ya que el no-ser no existe; infinito puesto que si tuviera una zona delimitada, habría algo de no-ser fuera del ser, y eso tampoco es posible; inmutable, puesto que el ser si fuera un momento una cosa y al momento siguiente pasara a ser otra, pasaría del ser al no ser, y eso lógicamente no es posible.

Parménides pues postula los principios básicos de la existencia (en segunda instancia y sin saberlo, postula también los principios básicos de las ciencias exactas y descriptivas, me extenderé sobre esto en una próxima entrada).

Por el contrario, ya al inicio de la historia de las ideas se antepone Heráclito en su forma de razonar y de encontrar el arjé en el aspecto contrario, es decir, en el devenir, en el cambio.
El ser nunca es el mismo dos veces. Puesto que deviene en el tiempo y esto lo hace cambiar. Esta forma de pensar las cosas, va muy acorde con lo que perciben nuestros sentidos y Heráclito
utiliza por vez primera el argumento del río y el bañista.

Un bañista nunca podrá bañarse dos veces en el mismo río puesto que éste es continuo fluir, y por el seguirá fluyendo agua. Heráclito, el primer dialéctico

Wednesday, April 20, 2011

El principio de identidad en la historia de las ideas. Parte II (La antigüedad)


Platón conocía el principio de identidad, ya que previamente había sido enunciado por uno de los grandes filósofos presocráticos, Parménides.

El principio de identidad, a pesar de ser un principio formal y por lo tanto lógico, en un principio tenía una fuerte carga ontológica. Toda la ciencia en general, en los tiempos anteriores a Platón y Aristóteles la tenían. Son los primeros intentos de un pensamiento en pañales que trata de dar razón de las cosas.

La Historia de las Ideas nos dice que incluso desde que el hombre piensa trata de dar razón de sí mismo al no bastarse él por sí solo. Nathaniel Micklen explica que ya desde un principio, el hombre (primitivo o civilizado, no importa) no puede dar razón de su ser; tiene un sentimiento de ser criatura, de dependencia. En un principio el hombre trata de dar respuestas mediante el mito y la magia, que devienen la religión y la ciencia respectivamente.

Posteriormente se elaborarían cosmovisiones sorprendentes y elaboradas que igualmente tratan de dar razón del mundo, del hombre y de la civilización, como la filosofía hindú, que se divide históricamente en el Rig-Veda, la filosofía Brahmánica y los Upanishads. Cosmovisiones que no explicaré aquí, por no concernir a esta investigación.

Sin embargo, creo conveniente mencionar a la filosofía hindú al menos de pasada por ser ésta altamente convincente en su explicación de las razones de ser de las cosas. Es probable que trate del pensamiento de la India mas detenidamente en una entrada posterior.

Es hasta el inicio de la época clásica, alrededor del siglo V a.C. que se intentan hacer aproximaciones más racionales (que se sirven de la razón) a las preguntas fundamentales que a todo ser humano individual aquejan. Puesto que son los primeros intentos, es obvio que parecen ahora a nuestros ojos los primeros pasos de un bebé o sus primeras palabras. Esfuerzos válidos, cabe decir, porque se tienen que hacer en algún momento y lugar, a pesar de lo errados u obsoletos que resulten en nuestros días.

Uno de ellos es Parménides, el fundador (inconsciente) del pensamiento lógico que sería posteriormente ampliamente desarrollado por Platón y más que nadie por Aristóteles. Parménides es reconocido por Manuel García Morente en sus Lecciones Preliminares de Filosofía como el creador del principio de identidad.

Este principio es descrito en la actualidad por Pedro Chávez Calderón en la forma de una ecuación de muy fácil lectura. Esta es:
X=X

Parménides simplemente enunció una verdad evidente, la cual es: las cosas son iguales a sí mismas. Y así ha sido desde siempre, para el hombre común las cosas son lo que son. Pero históricamente, así como cuando el niño deja de ser niño para convertirse en adolescente, así igualmente los pueblos pasan por una pubertad y se descubren no como lo que son, puesto que igualmente no saben que son, sino como una posibilidad de ser, como una potencia. El principio de identidad ya no es tal.

El principio de identidad en la historia de las ideas. Parte I (Introducción)


Octavio Paz en su ensayo El pachuco y otros extremos incluido en su libro El Laberinto de la Soledad menciona que el ser humano como individuo en cuanto se da cuenta cabal de su propia existencia, ese momento que coincide con el final de la niñez y el abandono de los juegos y el comienzo de la adolescencia, igualmente se descubre como alguien ajeno al mundo y se da cuenta de su soledad. En palabras de Paz, para trascender esa soledad se hace necesario que el individuo descubra quién es, que es lo que hace aquí, de dónde viene y hacia dónde va, las preguntas con las que nace el pensar filosófico, las preguntas fundamentales.

Hasta ese día el individuo no hacía ningún tipo de cuestionamientos, hacía lo que se supone tiene que hacer; jugaba, imitaba y seguía con un rol preestablecido ya por la tradición, ya por las pautas y los valores preexistentes. Es así como el individuo, que antes de darse cuenta de sí mismo aceptaba todo lo que se le decía como verdades universales, se le proveía de alimento, alojamiento, cobijo y amor sin pedírsele nada a cambio, de repente se da cuenta que todo lo que había dado por hecho no es sino una cortina de humo. Este es el origen de nuestra tragedia. Pues la bendita ignorancia nos permite sobrellevar la dureza de la existencia sin hacer muchas
preguntas, aceptando todo como viene pues nos encontramos en un estado de realismo aristotélico: todo lo que és, és.

Siendo nosotros hijos del sentido común occidental, vemos que ya desde hace mas de dos mil años se nos ha hecho ver que las cosas que son, son y son como son, y las cosas que no son, no son y no pueden ser, desde el momento en que no lo son. Jorge Bucay en sus Hojas de Ruta nos lo explica de una manera clara y concisa, para que el mensaje llegue a la mayor cantidad de personas, siendo éste un escritor para las masas.

Aquí estamos hablando de uno de los primeros postulados de la lógica, el principio de identidad. Este principio de identidad, es junto con el principio de No-Contradicción y el principio de Tercero Excluido, una de las tres razones evidentes que se usan a manera de axiomas en la ciencia formal de la lógica. Los tres fueron postulados por Aristóteles, en su texto Organon y más recientemente Pedro Chávez Calderón en su texto Lógica: Introducción a la ciencia del razonamiento.