Monday, August 27, 2012

Comentario a Crimen y Castigo, de C.L. Ten.




Desde que el hombre se organizó en grupos fue necesario establecer una serie de reglas, intrínsecas y extrínsecas para lograr una convivencia exitosa. Las primitivas organizaciones urbanas de la antigüedad ya contaban con códigos penales que castigaban los distintos tipos de infracciones que podían cometer los integrantes de esas sociedades. El código de Hammurabi es uno de los ejemplos más famosos.

El castigo es definido por C.L. Ten como “una privación…despojar a los culpables de lo que valoran: de su libertad, o bien, cuando es una sanción económica, de su dinero”[1]

Un castigo pues es algo nocivo para el agente al cual se le impone; sin embargo, el castigo se da en función de alguna falta a los códigos legales del individuo o la sociedad que los impone. Es decir, un castigo (en teoría) se da a manera de retribución para corregir o reponer un mal.

Existe sin embargo una teoría utilitaria del castigo que no ve la pena del agente como algo bueno o malo en sí mismo sino en función de la utilidad que acarreará el imponerlo. Si el agente castigado es privado de su libertad (por ejemplo)  esto conllevará a que no vuelva a hacer el mal. Igualmente el castigo se convierte en ejemplar al disuadir a los demás a que no se expongan a realizar la falta que el primero cometa. 

 

Esta teoría es fácilmente criticable. En el texto de Ten se menciona que los utilitaristas podrían castigar a un inocente si con ello logran la resolución de un conflicto de tipo racial o religioso, es decir, un conflicto de intolerancia. Esto no es aceptable en ninguno de los sentidos. Aun cuando se evitara un mal mayor al causado, los utilitaristas harían un mal. No podemos atenernos al dicho maquiavélico “el fin justifica los medios”. En ningún momento se debe hacer un mal pequeño con el fin de evitar un mal mayor. Se infringen todos los códigos deontológicos existentes a la fecha.

Si hacemos caso al imperativo categórico de Kant (en el cual yo baso muchas de mis acciones aun de manera irreflexiva, como una conciencia) no podríamos crear un culpable de la nada, porque no actuaríamos en función de una ley universal. El hecho de un castigo a un inocente no es algo que podríamos querer que fuera un acto moral y bueno. El utilitarismo falla aquí grandemente.

La teoría retributiva, que defiende que un agente que ha hecho el mal voluntariamente a otro debe sufrir un castigo en justa proporción al mal infringido también adolece de algunas fallas, aunque no tan grandes como las de los utilitarista.

En primer lugar se atienen al “ojo por ojo”  de los antiguos. Hacer el mal simplemente por venganza tampoco es una actitud idealizable como ley moral. El castigo, en efecto debe tener la orientación de retribuir un mal hecho por un agente, pero también y principalmente debe proteger a los individuos integrantes de la sociedad y a la sociedad misma.

Ten afirma (y yo estoy de acuerdo) que el ideal en una sociedad es el justo medio en el cual se castigue a los malhechores en proporción al daño causado y que además se proteja a la sociedad y se promueva la inhibición del delito.

México, sin embargo, dista mucho de encontrarse en esa situación ideal. Pareciera que los códigos de justicia del país están diseñados sin ninguna consideración a las posiciones utilitaristas. Lo único que pretenden es hacer daño al malhechor. Los códigos de justicia mexicanos son vengativo. Y lo son aun más en la medida que los que los aplican tienen el monopolio de la violencia legal y la ejercen con total discreción. Somos un país muy atrasado en ese aspecto, y al parecer no se ve que haya una solución en el corto-mediano plazo.


[1] C.L. Ten “Crimen y Castigo” en Singer, Peter, “Compendio de ética” Alianza Editorial, 2004


Saturday, August 18, 2012

El Naranjo o los círculos del tiempo.




La creación literaria como  forma de completar y complementar a la historia.  Esa es la premisa con la cual crea Carlos Fuentes su libro de cuentos El Naranjo o los círculos del tiempo. Cinco historias en apariencia sin relación entre ellas, teniendo como único eje  de cohesión la omnipresencia de l árbol oriental que da nombre  a la antología.
Fuentes (como muchos de nosotros) tiene como una de sus principales preocupaciones  personales al problema del tiempo,  esa condición de la existencia en la cual vivimos inmersos, que en  nuestras vidas percibimos como algo lineal, progresivo e irreversible. Algo que igualmente parece que existe fuera de nosotros y que es sumamente difícil de definir.
Los grandes hombres han explicado al tiempo  como la sucesión, como el tránsito de un lugar a otro o de una cantidad a otra. Lo que define al tiempo es el cambio. Lo que antes era ya no lo es más y cuando esto sucede decimos que ha transcurrido el tiempo. El ser que permanece inmóvil, es un ser por el cual el tiempo no pasa.
Si sucediera que nosotros los hombres pudiéramos experimentar el tiempo sin fin, que fuéramos inmortales y presenciáramos y viviéramos evento tras evento hasta la eternidad,, es decir, que se nos concediera la eternidad, el tiempo mismo dejaría de preocuparnos, dejaríamos de darle la importancia que actualmente le damos.
En el relato El Inmortal, Jorge Luis Borges relata como un centurión romano, en compañía de una comitiva va en búsqueda de la fuente de la eterna juventud, que provee de inmortalidad a quien bebe de sus aguas. Los soldados romanos, ambiciosos, creen ver (como en realidad todos nosotros)  en la no –muerte una bendición, un instrumento de superioridad.  Al final  solo uno sobrevive y se encuentra con una ciudad de salvajes, que se revuelcan en el lodo, que son incapaces de  articular palabra alguna. El centurión bebe de las aguas  y descubre que esos salvajes son los inmortales.  Con terror se da cuenta que la inmortalidad es en realidad una maldición.
Pero sucede que  los  hombres somos efímeros, y que se nos ha dado la conciencia de que tenemos el tiempo contado, que en cualquier momento podemos dejar de percibirlo y con ello, dejar de existir.  Nace dentro de nosotros la angustia de que cualquier momento en nuestras vidas puede ser el últimos.
El tiempo (nuestro tiempo) también nos define. Puesto que no somos  los mismos siempre, pues en ese caso el tiempo no existiría en nosotros, somos cambio, devenir. Se hace necesario que podamos explicarnos, que podamos identificarnos nosotros mismos, que nos podamos diferenciar de lo demás y de los demás. Luego, nosotros nos identificamos, nos realizamos en nuestro pasado, puesto que nosotros como existentes somos la suma de todos nuestros actos pasados. El pasado nos define, nuestra historia nos define.
Igualmente la historia de nuestros pueblos, de nuestras sociedades nos explican.  El pasado de nuestras naciones  son nuestro pasado.  Pero somos incapaces de aprehender directamente el pasado. Es imposible que vivamos el pasado, somos seres atrapados en un presente eterno. Como Fuentes dijera, nuestro pasado es recuerdo y nuestro futuro es  proyecto. Sin embargo, Carlos Fuentes dio un paso más allá. El pretendió que puesto que no podemos aprehender el pasado directamente sino únicamente en meros recuerdos, y que estos se diluyen y deforman con el tiempo, era necesario reimaginar, reinventar nuestro pasado. Según él,  inventar el pasado es la mejor manera de reconocernos, de construir nuestra identidad.
Y así lo hace en el Naranjo. Valiéndose de cuatro eventos puntuales y decisivos en la historia de los pueblos que hablan castellano y de una historia completamente imaginada, Fuentes hace una referencia constante a la circularidad del tiempo, al tiempo cíclico.  Inventa y a la vez recrea las historias. Realidad y poesía se funden, como bien lo expresara el doctor Sergio Armendáriz a lo largo del curso. 
Tengo un miedo terrible al tiempo, lo considero mi enemigo. Su calidad de irreversible es algo que aterra a cualquiera, uno debe medir bien sus actos, no vaya a equivocarlos. El hecho de que nuestro tiempo sea finito también obliga a apretar el paso, a hacer todo lo que sea posible haceer. No hay tiempo para descansar pues un día habremos de dejar de ser.

Tuesday, August 14, 2012

El absurdo de una actitud ética objetiva.



Abstract.

  En el presente ensayo se hace una crítica a la ética tradicional representada por dos posiciones distintas aunque emparentadas: la moral sustentada por la religiosidad y la moral racional y objetiva de la filosofía occidental. Al final se ofrece una crítica a estas dos posturas y la presentación del marxismo como alternativa a los códigos morales imperantes en las sociedades actuales. 

Contenido.




El comportamiento humano es uno de los fenómenos más difíciles de teorizar y generalizar en leyes unívocas.  Tratamos todos como individuos antes que nada procurar nuestro bien (inmediato en mayor medida) y el de los nuestros,  es decir, de todas aquellas personas allegadas a nosotros y por las que sentimos un cierto grado de afecto (aunque en realidad me siento imposibilitado de universalizar las líneas anteriores, reforzando con ello las mismas, ya que dependen de mi experiencia personal y de nada más).

Desde que somos niños se nos alecciona con una serie de reglas de comportamientos y se nos comienza a instruir sobre los conceptos del bien y el mal.  Esto se hace naturalmente en hogares donde los padres y maestros tienen un cierto grado de instrucción, pues en ciertos lugares donde los niños viven en ambientes de desatención asociados a la falta de ingresos y por lo tanto de educación esto no sucederá así.  Para J.S. Mill, filósofo utilitarista, lo que se enseña a los niños “la moralidad del sentido común, que todos aprendemos en la infancia, representa la sabiduría acumulada de la humanidad acerca de las consecuencias deseables e indeseables de las acciones”[1]

Siguiendo a los filósofos empiristas ingleses del siglo XVIII, al menos en su epistemología que no en sus teorías sobre la moralidad, estamos de acuerdo en que la conducta humana es necesariamente aprendida, jamás innata, por lo que el ambiente en el que el individuo se desenvuelve necesariamente influirá en su carácter, en el cual incluimos las concepciones que éste tenga respecto al bien y el mal.

El hecho de que admitamos que la conducta moral es necesariamente aprendida implica que debemos desechar ideas como la existencia de una metaética, una moral ajena al individuo, es decir unas leyes naturales, ontológicas o de origen divino externas al mismo (más adelante nos referiremos a la ética desde la incipiente teoría biológica, que provee argumentos interesantes a favor de una moralidad biológica). Así que coincidimos con Sócrates y Platón, al afirmar que el conocimiento y el bien son conceptos equivalentes (no de manera rigurosa tal como ellos lo concebían, sino concediendo que el conocimiento del bien es anterior al bienactuar). Sin embargo, nos separamos más de Platón en su concepción ontológica de la idea del bien supremo, que imaginaba como una entidad realmente existente en un plano de existencia ajeno a este mundo “mundano”. En la actualidad, casi cualquier filósofo descarta la idea de la existencia real de los “eidos” platónicos (aunque algunos pensadores como Frege desarrollan un platonismo muy interesante y convincente, pero que no detallaremos aquí por estar más orientados a la filosofía de las matemáticas y del lenguaje que a la filosofía moral práctica, y además, en realidad también se aleja de Platón en muchos aspectos).

Desde el surgimiento de las primitivas sociedades humanas, se buscó racionalizar y justificar las acciones de los individuos para que convivieran armónica y exitosamente con sus similares. Sin embargo, esta justificación y diferenciación de las actitudes buenas y malas, estaban enmarcadas dentro del sincretismo en el cual se hallaban imbuidas las primeras sociedades. Me refiero a que en el inicio de la civilización, los productos culturales, tales como el lenguaje, la ciencia, las artes, la religión y demás, no se encontraban diferenciados, puesto que la actividad humana no estaba especializada. La moralidad como producto humano estaba pues inmersa en ese sincretismo. Es así que las primeros códigos morales estaban justificados por las creencias religiosas de cada pueblo (y viceversa, pues recordemos que no había todavía diferenciación alguna entre religión y moralidad). Con el tiempo, primero con los griegos y más adelante por pensadores humanistas modernos, a partir de Tomás Moro, Campanella, Okham y Hobbes se comenzaron a emancipar los códigos éticos de las concepciones religiosas para centrarse más en el individuo. 

Como hacen por separado los positivistas y los marxistas de la actualidad, debemos desechar los argumentos tanto divinos como ontológico-metafísicos de la moralidad, puesto que no están fundados en datos que sean susceptibles de comprobarse empíricamente. Es así que justificar el bien en el “mandato de Dios” de la patrística medieval o en el “imperativo categórico” kantiano es tomar vías rápidas (y equivocadas) de la justificación de nuestras acciones. En el primer caso se presupone la existencia de un ser (puede ser el Dios tradicional cristiano, el demiurgo platónico o el primer motor aristotélico) del cual depende que una acción individual cualquiera sea buena o mala. Como hasta el momento no hay pruebas concluyentes de que tal ser exista no podemos tomar en serio todos los razonamientos que van por ese camino.

Otra crítica que podemos hacer a las concepciones religiosas y teológicas de la moralidad es que como Jonathan Berg informa “la única razón  para comportarse moralmente es la de que Dios recompensa el bien y castiga el mal”[2] Si admitimos tal afirmación como verdadera (y aquí estamos suponiendo muy holgadamente tanto la existencia de Dios como la razón del comportamiento moral,) la moralidad pierde su sentido en tanto cuanto no actuamos bien o mal más que únicamente con la finalidad de aspirar a una recompensa y evitar el castigo. Continuando con Berg: “esta tesis sería que los seres humanos, en razón de un hecho triste, pero simple, no están motivados para abstenerse de hacer el mal y para hacer el bien a menos que teman la ira de Dios y pretendan su favor”[3]. Una concepción así de la conducta ética es por completo irracional, y por tanto, los que pensaran así serían incapaces de reflexionar sobre su actuar, limitándose a seguir las reglas de sus respectivas creencias. Así sucede con los fanáticos religiosos, sean del credo que sean, baste el ejemplo en mi quehacer profesional en el periódico en el cual trabajo de las personas que dicen que actúan bien al solicitar la publicación de una oración ya sea a San Judas Tadeo o a la santa muerte esperando obtener el favor de la deidad en cuestión a la que la tributan. Un mínimo de reflexión nos lleva a pensar que en realidad no hay nada de bueno en tales actitudes. Un caso digno de estudiarse detenidamente. 

En el segundo caso, el de admitir argumentos ontológicos o metafísicos para justificar la actitud moral es mas difícil rebatir las posiciones que pudieran aparecer el cual se reduce a dos posturas encontradas (no vamos a mencionar casos como subjetivismo o intuicionismo, ya que estos se pueden reducir todavía a las dos posiciones que a continuación describiremos). La primera posición es conocida como “Realismo” y es la que asume que existe una moralidad objetiva, un conjunto de leyes generales acerca de lo que es actuar bien y moralmente, que existen más allá de los casos particulares. Como lo explica Michael Smith “…entre los diversos hechos que existen en el mundo, no sólo hay hechos sobre las consecuencias de nuestros actos sobre el bienestar de nuestros familiares y amigos, sino también hechos característicamente morales: hechos sobre la rectitud y la no rectitud de nuestros actos que tienen estas consecuencias.”[4]


Una posición afín al realismo en sus rasgos generales es la de la teoría ética que desarrolla Kant. Este filósofo en su Crítica de la razón pura lo primero que hace es separar al conocimiento científico del conocimiento metafísico, dándole al primero el carácter de fenoménico y único posibilitado para estudiar los hechos empíricos. El conocimiento metafísico, siendo ajeno a la experiencia, tendrá para Kant un carácter nouménico y será la fuente de otro tipo de conocimientos, con caracteres morales. Es así que el conocimiento de las cosas morales es el conocimiento de los nóumenos, es decir de las cosas existentes por sí mismas. La actitud moral implica un conocimiento moral y el conocimiento moral implica una reflexión, un uso continuo de la razón.  Para Kant, la moral depende en gran medida del libre albedrío del sujeto, de su capacidad de elegir libremente su curso de acción. Como explica Onora O’neill acerca de Kant “tenemos y no podemos prescindir de una concepción de nosotros mismos como agentes y seres morales, lo cual sólo tiene sentido  sobre la suposición de que tenemos una voluntad libre”[5]

La idea central del pensamiento kantiano se reduce a la idea del imperativo categórico: “obra sólo según la máxima que al mismo tiempo puedas querer se convierta en ley universal”.[6] De esta manera se conserva la libertad del individuo al estar implicada su libertad de acción a la vez que se considera que el actuar bien obedece a una especie de ley objetiva de la moral, trascendente a los sujetos.

Todo este complejo razonamiento en apariencia sólido se deshace con unas cuantos razonamientos tanto positivistas como marxistas. El aporte de los primeros es el de despojar a la metafísica (y por lo tanto a todos los sistemas filosóficos desde los presocráticos hasta los modernos del siglo XIX) de toda validez como conocimiento. La ciencia positiva no puede mezclarse con reflexiones y silogismos que no llevan a ningún lado y que no producen conocimientos capaces de ser comprobados.

En cuanto a Marx, logró llamar la atención sobre ciertos productos culturales que no tenían ningún tipo de justificación más que para servir como mecanismos de control por parte de las clases dominantes de toda organización social. Entre esos productos incluyó a la moralidad.

Para Marx, los códigos morales sirven únicamente a los intereses que mantienen el control sobre los medios de producción y sirven para contaminar los razonamientos de las personas con la ideología dominante. Una ideología es un conjunto de creencias, concepciones y juicios acerca del mundo.

Para los marxistas esto sucede incluso de manera inconsciente y hay algunos que en verdad actúan con la creencia de que actúan bien por que son libres, cuando en realidad no lo son.  A final de cuentas, en el idílico caso en el que por fin se logre la emancipación humana a la cual aspiraba Marx, la moralidad como producto humano ya no tendría razón de ser, pues el individuo se encontraría en plenitud de facultades para decidir sus acciones racionalmente y por lo tanto, incapaz de cometer errores o hacer cualquier tipo de daño a sus congéneres. Estamos hablando a fin de cuentas de esa Edad de Oro en la que se proclamará “el fin de las ideologías” y la libertad e igualdad de todos los hombres a partes iguales.


[1] Schneewind, I.B. “La filosofía moral moderna” en Singer, Peter, “Compendio de ética” Alianza Editorial, 2004, p.p. 224
[2] Berg, Jonathan “¿Cómo puede depender la ética de la religión?” En Idem. p.p. 707
[3] Ibid. p.p. 708
[4] Smith, Michael “El realismo” en Singer, Peter “Compendio de ética” Alianza Editorial p.p. 542
[5] O’Neil, Onora “La ética kantiana” en Idem p.p. 254
[6] Ibid. p.p. 255